Estaba caminando bajo la lluvia, una lluvia pesada. El paraguas negro que traía no lo protegía de nada, sus zapatos estaban empapados y todo él estaba mojado. Cerró su paraguas y dejó que la lluvia cayera completamente sobre él. Se dejó envolver por las frías gotas. Era el único caminado por la calle esa noche, ni siquiera había coches deambulando por ahí.
Esa noche fue casi un poema, pues lo mismo que sentía por dentro lo estaba viviendo por fuera. Tormenta. Hace tiempo que no sabía nada de esa mujer que fue su musa, su reina, su diosa. Él sentía que habían pasado años desde que la había amado en ese callejón perdido de la ciudad, cuando realmente solo habían pasado unos cuantos meses. La lluvia la sentía tibia pues por dentro él estaba helado, como una noche de desierto. Se detuvo al ver que el bailarín reflejo de un semáforo en la calle empapada pasaba de ámbar a rojo. Cuando alzó la mirada se dio cuenta que si seguía unos cuantos pasos de frente llegaría al mismo callejón donde se la había follado.
Siguió caminando con la esperanza de que ella estuviera ahí esperándolo. Pero no había nadie. La lluvia se había calmado un poco. Alzó la vista hacia unas ventanas que iban del techo al piso de lo que parecían ser unos departamentos y en una de ellas vio el cuerpo de una mujer desnuda. Una mujer rubia, con cuerpo perfecto que parecía hecho a mano, o al menos eso era lo que alcanza a ver. No era su musa, pero decidió quedarse a admirarla un rato más ya que no había nadie que pudiera verlo. Al cabo de unos segundos, unas manos aparecieron por detrás de ella y le tomaron los pechos jugueteando con ellos, y por un lado se asomó la cabeza de un hombre besándole el cuello. Vio cómo bajó una de sus manos recorriendo su vientre hasta llegar a su sexo, masajeándola, preparándola, mojándola. La mujer se dio la vuelta al mismo tiempo que él estaba imaginándose su culo, casi como si lo hubiese escuchado. Se recargó en la ventana aplastándolo contra el frío cristal. Ella le besó el cuello, los hombros, el pecho, el abdomen, hasta llegar a donde se supone que empezaba su mata.
Le tomó el pene con las dos manos y pasó su lengua a lo largo, saboreándolo. Lo metió entero a su boca, lo que causó que echara la cabeza ligeramente hacia atrás y la tomara del cabello con fuerza. Aunque ella lo estuviera haciendo a un ritmo decidido, él ya estaba desesperado por terminar y verla toda cubierta de sí, por lo que movía su cabeza a un ritmo acelerado. Él desde abajo sentía la desesperación de aquel hombre. Su miembro duro y erecto exigía lo mismo, pues se imaginaba que era él. Volteó hacia los lados asegurándose que no hubiera nadie, aunque la lluvia continuaba y eran las 3:00 am de un martes. Al no ver a nadie liberó su miembro y se masturbó mientras veía a esos dos extraños desde el callejón. Al mismo tiempo que ambos hombres se vinieron, se vio la silueta de otra mujer que aparecía por detrás del hombre.
No podría creer lo que sus ojos estaban viendo. Era una mujer de gran melena negra. Su musa, su reina, su diosa. Era ella. Su cuerpo solo estaba cubierto por una camisa con los botones abiertos. Su musa estaba compartiendo jugos con otro hombre, y con otra mujer. Se quitó la camisa y la rubia se levantó y le plantó un beso apasionado en la boca. El hombre que estaba con ellas solo las miraba, pues sabía que era el momento de ellas. Caminó y desapareció de la escena. Algo le decía que debería irse y no voltear hacia arriba, pero otra parte de él quería ver lo que se estaba perdiendo, porque después de esa noche ella nunca le volvió a hablar. Mientras lo meditaba se quedó viendo al piso empapado y a su miembro, que revelaba lo que de verdad quería hacer, quería verla, ver cómo le hacía el amor a esa mujer. Cuando volvió a alzar la vista, el hombre estaba de nuevo con ellas. La rubia se recostó en el piso, el hombre la penetró y su musa se sentó sobre su boca.
Miró esa escena unos segundos mientras se tocaba él solo. Veía cómo el hombre embestía a la rubia con fuerza y le tocaba el culo con las manos. Veía cómo la rubia le tomaba las piernas a su diosa y le clavaba la lengua en su sexo. Y veía cómo su diosa movía la cadera a ritmo circular y como se pellizcaba los pezones. Pero no lo estaba disfrutando como él hubiera pensado. No quería ver cómo ella compartía su cuerpo con otro hombre y mucho menos con una mujer. Jamás se hubiera imaginado que su coño le perteneciera a la boca de esa mujer. Natalya.
Miró hacia abajo y guardó su miembro en el pantalón. Suspiró, vio hacia el semáforo que le había advertido que no siguiera caminando y esperó a que la brillante luz verde reluciera entre la lluvia.
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