Umberto Eco fue un autor italiano reconocido por sus novelas de misterio que reflejan el vasto conocimiento que poseía sobre temas como religión, literatura, historia, política, filosofía, entre otros. El trabajo más brillante de Eco fue su novela de 1980, El nombre de la rosa, que es una producción escrita con un tono misterioso que involucra aspectos intelectuales de la semiótica, la teoría literaria, la historia medieval y el análisis bíblico.
Además de escribir novelas, Umberto también contribuyó a la ciencia de la semiótica a través de sus estudios, investigaciones y otros trabajos académicos como la docencia. Sus aportes a la Estética con los libros Historia de la belleza e Historia de la fealdad no han pasado desapercibidos para los estudiosos de las Artes y la Filosofía. Su gran talento literario, así como su pensamiento crítico lo convirtieron en un reconocido filósofo, ensayista y crítico literario, cuya opinión se valora en distintas partes del mundo.
De uno de sus últimos libros publicados, Segundo diario mínimo, una recopilación de textos un tanto irónicos y eclécticos sobre la vida cotidiana y sus reflexiones personales sobre temas tanto profundos como intrascendentes, extraemos este texto que denota la clara opinión que el autor tenía sobre cierto tipo de películas alrededor del año 1994. Te dejamos esta opinión a modo de consejo que el autor brinda para que reflexiones y concretes una opinión personal nutrida con sus ideas sobre el término «pornográfico», tan aclamado y criticado hoy en día.
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“No sé si habréis tenido nunca la experiencia de ver una película pornográfica. No me refiero a películas que contienen elementos de erotismo, aunque sean ultrajantes para muchos, como por ejemplo, El último tango en París. Me refiero a películas pornográficas, cuya única y verdadera finalidad es provocar el deseo del espectador, del principio al final, y de un modo que, con tal de provocar este deseo con imágenes de apareamientos variados y variables, el resto cuente menos que nada.
Muchas veces los magistrados —aquí en Italia son ellos los censores— deben decidir si una película es puramente pornográfica o si tiene valor artístico. No soy de los que consideran que el valor artístico lo absuelva todo y, a veces, obras de arte auténticas han sido más peligrosas para la fe, las costumbres, las opiniones corrientes, que obras de menor valor. Además, considero que adultos conscientes tienen el derecho de consumir material pornográfico, por lo menos a falta de cosas mejores. Pero admito que, a veces, en los tribunales se debe decidir si una película ha sido producida con la finalidad de expresar ciertos conceptos o ideales estéticos (aunque sea mediante escenas que ofenden el normal sentido del pudor) o si se ha hecho con la sola y única finalidad de excitar los instintos del espectador.
Pues bien, hay un criterio para decidir si una película es pornográfica o no, y se basa en el cálculo de los tiempos muertos. Una gran obra maestra el cine de todos los tiempos, La diligencia, se desarrolla siempre y únicamente en una diligencia. Pero sin este viaje, la película no tendría sentido. La aventura de Antonioni está hecha únicamente de tiempos muertos: la gente va, viene, habla, se pierde y se vuelve a encontrar, sin que pase nada. Pero la película quiere decirnos, precisamente, que nada sucede. Nos puede gustar o no, pero quiere decirnos exactamente eso.
Una película pornográfica, en cambio, para justificar el precio de la entrada o la compra de la cinta de vídeo, nos dice que unas personas se aparean sexualmente, hombres con mujeres, hombres con hombres, mujeres con mujeres, mujeres con perros o caballos. Y esto aún sería pasable: sólo que está llena de tiempos muertos.
Si Gilberto, para violar a Gilberta, debe ir desde la Plaza Cordusio a la Avenida de Buenos Aires, la película os muestra a Gilberto en coche, semáforo tras semáforo, realizando todo el trayecto.
Las películas pornográficas están llenas de gente que se sube al coche y conduce durante kilómetros y kilómetros, de parejas que pierden un tiempo increíble para registrarse en los hoteles, de señores que pasan minutos y minutos en ascensor antes de subir a la habitación, de muchachas que saborean diferentes licores y juguetean con camisetas y encajes antes de confesarse mutuamente que prefieren Safo a Don Juan. Para decirlo pronto y bien, en las películas pornográficas, antes de ver un sano polvo es necesario tragarse un anuncio de la concejalía de transportes.
Las razones son obvias. Una película en la que Gilberto violara siempre a Gilberta, por delante, por detrás y de lado, no sería sostenible. Ni físicamente para los actores, ni económicamente para el productor. Y no lo sería psicológicamente para el espectador: para que la transgresión tenga éxito es necesario que se perfile sobre un fondo de normalidad. Representar la normalidad es una de las cosas más difíciles para cualquier artista, mientras que representar la desviación, el delito, el estupro, la tortura, es facilísimo.
Por lo tanto, la película pornográfica debe representar la normalidad —esencial para que pueda adquirir interés la transgresión— tal y como cada espectador la concibe. Por lo tanto, si Gilberto debe tomar el autobús e ir de A a B, se verá a Gilberto que toma el autobús y al autobús y al autobús que va de A a B.
Esto irrita, a menudo, a los espectadores, porque ellos querrían que hubiera siempre innombrables. Pero se trata de una ilusión. No soportarían una hora y media de escenas innombrables. Por lo tanto, los tiempos muertos son esenciales.
Repito, pues. Entráis en un cine. Si para ir de A a B los protagonistas tardan más de lo que desearíais, eso significa que la película es pornográfica”.
Entonces, ¿has visto este tipo de películas? ¿Cuáles son las que más prefieres?
¡Dale sentido a tus sentidos!
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