Enclavada en el estado de Madhya Pradesh, en el centro de la India, se encuentra una pequeña ciudad llamada Khajuraho; ahí se despliega uno de los mejores testimonios de la cosmovisión hindú, sobretodo respecto a temas como el cuerpo, el erotismo y el sexo. Un imponente conjunto de templos, construidos entre los años 950 y 1050 de nuestra era, atrae a miles de turistas cada año, quienes salen sorprendidos y maravillados por las figuras eróticas que ahí se muestran.
¿Por qué causan tanta curiosidad y controversia estos templos? Porque representan una concepción del sexo radicalmente opuesta a nuestra visión occidental y judeocristiana; para el hombre occidental, el cuerpo significa una cárcel de la cual hemos de liberar al espíritu (influencia innegable de la moral cristiana), por lo que el sexo – o cualquier acto destinado a otorgarle placer al cuerpo – no deja de ser visto como un acto pecaminoso y hasta sucio que debe ser, por lo menos, escondido o disimulado.
La cosmovisión hindú, por su parte, no sólo no niega la voluptuosidad, sino que exacerba una corporalidad sensual y hedonista; no sólo no enfrenta cuerpo y alma como enemigos indisociables, sino que propone que cuerpo y espíritu se alimentan mutuamente, que la energía sexual puesta en práctica es el medio para alcanzar la armonía con el todo y, por lo tanto, refuerza la espiritualidad y conduce al equilibrio con uno mismo y con la naturaleza. En vez de negar la pulsión sexual, la convierte en un arte.
Es por eso que, al llegar a Khajuraho, el turista occidental se queda pasmado: 22 templos enormes en los que se mezclan esculturas religiosas con escenas sexualmente explícitas que, para el ojo judeocristiano, bordearían incluso la perversión. No hay espacio libre, las tallas cubren los templos de pies a cabeza y a donde quiera que se voltee pueden verse grandes caderas y senos, penes erectos, parejas copulando, hombres masturbándose y, en general, todo tipo de muestras de un libre ejercicio de la libido.
En el templo de Lakshmana se puede observar una talla que despierta el morbo de todos los visitantes: la escena muestra, en primer plano, a un hombre que copula con un caballo, a su lado izquierdo otro hombre se masturba y en segundo plano una mujer observa la escena mientras se tapa veladamente los ojos (fig.1). En el templo de Devî Jagadâmbi, se puede ver a un antílope macho que copula a tergo con una mujer y a un perro que participa de una escena orgíastica.
Por muy perturbador – o hasta retorcido – que pueda parecernos esto hoy en día, lo interesante es comprender las nociones filosóficas y religiosos detrás de estos relieves: por un lado, la admiración hacia el reino animal y su capacidad de entregarse al placer; por otro, la voluntad hinduista de alcanzar una armonía total (eso incluye lo físico y lo espiritual) y sin conflictos con la naturaleza, con lo vivo. Para los hindúes, aquí no hay perversión, hay representaciones simbólicas de la unidad con el todo.
Vâtsyâyana, el autor del famosísimo Kâma-sûtra, escribió en esta obra: “Un hombre sensato debe multiplicar las ocasiones de disfrute inspirándose en el apareamiento de los animales salvajes y domésticos; de esta forma, puede diversificar las relaciones sexuales.” Como se deja claro en el libro de los placeres, para el pensamiento indio no hay diferencia de naturaleza entre el hombre y el animal, por lo que la zoofilia simbólica de estas tallas no implica más que completud y aprendizaje mutuo.
Así pues, ir a la India a visitar estos templos constituye más que un mero fisgoneo o curiosidad morbosa, significa encontrarse de frente con una cultura que ve al cuerpo como la única forma de construirse a sí mismo, como la mejor manera de alcanzar una “completud metafísica” a través del erotismo y la sexualidad; en resumen, una cultura para la cual la relación sexual no te aleja de Dios, por el contrario, te conduce a él.
¡Dale sentido a tus sentidos!
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