Yo tenía trece años cuando lo conocí, él 28. El jefe de mi mamá protagonizaba todas mis fantasías sexuales, soñé con casarme con él y le dediqué mis primeras caricias en la bañera. Visitaba la casa a menudo y, aunque nunca cruzábamos palabra, también me regalaba una que otra mirada curiosa; me deseaba, pero esto no lo supe hasta años después, cuando coincidimos en una fiesta.
Yo ya no era una niña, tenía 29 años y él era un hombre maduro pero igual o más atractivo que antes. El divorcio le sentó muy bien.
A través del tiempo me volví muy hábil para relacionarme con chicos y, por qué no decirlo, hasta mañosa. Coqueteo con tipos y si se me apetece, terminamos en un hotel, pero con él fue diferente. Tuve miedo de insinuármele y solo me atreví a darle mi número. No tardó en llamarme y mediante el teléfono tuve el valor que no había tomado aquella noche de abril. «Quiero ir a un hotel» le dije sin titubear.
Para nuestra cita me vestí lo más sexy que pude: tacones de aguja, alisado perfecto, una blusa de encaje transparente que dejaba ver cada uno de mis tatuajes y me pinté los labios de rojo mate.
Llegamos al motel. Yo lo escogí, ya había ido varias veces y quería sentirme cómoda, “en mi ambiente”.
Me recosté en la cama, él me acarició suavemente. Sus dedos apenas rozaban mi piel, la erizaban. Fue incluso respetuoso, eso me excitó, pero al mismo tiempo lo odié, no resistía un minuto más sin que me hiciera suya, necesitaba sentirlo dentro de mí. Pero no, él llevaba su ritmo, él marcaba qué y cómo se hacían las cosas, él estaba acostumbrado a mandar dentro y fuera de la oficina.
Me pidió que me tendiera desnuda para admirarme. Con sus ojos llenos de experiencia recorría mi figura. Estaba acostumbrada a poner nerviosos a los hombres, pero él estaba muy seguro de sí mismo, aunque su pene duro no podía ocultar que lo que tenía enfrente también le parecía delicioso.
Buscaba complacerme y lo hizo. Intercambiamos los cuerpos, mis pezones rosados desaparecían en su lengua ávida de lamerme completamente. No supe en dónde terminaba su cuerpo y comenzaba el mío. Me temblaba la piel, me temblaba el alma.
Dos semanas después de uno de los encuentros más fogosos y eróticos de mi vida, mi madre me contó que su antiguo jefe había vuelto con su esposa.
No volvió a llamarme más.
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