Te crece la cara,
cuando te aproximas a su cuerpo
te crece la cara.
Arrodillado
entre las blandas
esferas de sus pechos;
bebido y zafio
en el puño de su pubis,
te crece la cara.
Se te ensancha en una extensión
sobre su espalda abierta
y sus pequeños hombros,
sube entre sus rodillas
o sigue el miedo de sus pies.
Primero, medio día,
después, toda su carne,
hasta que tu rostro
es un sol aproximado y lleno,
una piedra de sangre
en la atmósfera
iluminada de sus piernas.
Te crece la cara
cuando te doblas
en la raya incendiada de su cuerpo.
Te desperezas y abres la ventana;
la luz está dormida y tú desnuda.
Afuera, el tiempo todavía duda
entre la lentitud y la mañana.
Tiene el laurel una humedad oscura
y los alrededores de la casa
una velocidad que se retrasa.
La enredadera en el silencio dura.
Tu espalda con el aire se estremece;
te sientas en el borde de la cama,
cubres tus pechos, tocas tus mejillas.
Por ti el laurel, con intención, se mece
y en la flor de la mesa se derrama
una luz. Mientras, cruzas las rodillas.
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