Nos quedamos sin vacaciones por mi culpa, así que no dije ni mu cuando apareció con aquel armatoste para la piscina. Un flotador gigante, naranja fosforito, con forma de sillón. Creí que sería un capricho pasajero, pero se convirtió en su segunda piel, los fines de semana de aquel tórrido verano. Se apoltronaba, con un libro, aceitunas y varias cervezas, mientras yo escribía en mi despacho, agradeciendo que ese amor desmedido fuera su único parecido con Homero Simpson.
Aquel sábado, la luz del ocaso se filtraba entre las ramas de los árboles y confería a su rostro un aura mágica. Observaba desde la ventana el brillo del agua en su barba, en el vello de su pecho, en su sexo desnudo. Me apremió la sed. Apagué el portátil y salí al jardín. La bata se deslizó hasta mis pies y me zambullí desnuda. Buceé hasta sus piernas y emergí entre ellas con las fauces abiertas. Su miembro creció en mi boca. Sabía a cloro, y jugué con él hasta que las primeras gotas lubricaron mis labios. Lo engullí hasta la garganta mientras atenazaba sus muslos. Quería que se corriese y llenarme de él.
Me detuvo agarrándome del pelo y se sumergió a mi lado. Me alzó de cara al sillón y lubricó mi culo con aceite bronceador. Hundió un dedo en él, dos, tres… y, cuando alcé la cadera pidiendo más, me penetró hasta el fondo. El agua lamía mi sexo como una lengua gigante, y su polla me taladraba con el ritmo que imprimían sus brazos a la colchoneta. Me corrí cuando pinzó mi clítoris, y él, cuando apreté los glúteos apresándole dentro de mí.
Ese sillón también se convirtió en mi segunda piel hasta que lo reventé con las uñas un día que me follaba de frente, con mis pies apoyados en sus hombros, y sus manos aferradas a mis pechos. Compré otro.
Fuente: www.lelo.com
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