No bromea aquel que confiesa:
“Me la comería a besos”.
Si pudiera, la engulliría toda
como la boa del diminuto príncipe,
como la tierra ávida
absorbe la lluvia en el desierto.
El beso es una mordida extraviada,
un tímido devoramiento
en una danza de lenguas excitadas.
El beso es una cópula perversa,
hermafrodita,
donde ambos se penetran
y se preñan de hijos minúsculos
que nacen y mueren y resucitan
cada vez que los labios se aproximan.
El beso es la ilusión del caníbal,
deseo prohibido de la carne prójima,
aliento vital desesperado,
agonía infinita del instante.
Para cumplir con su cometido,
los que se besan
deben consumirse mutuamente,
a plazos pero sin pausa,
con insaciable pasión antropófaga,
deglutirse con paciente ternura
hasta el último hueso,
y separarse como si ya no fueran uno,
para volverse a devorar
en el banquete próximo.
El fin del beso es imposible.
Cada beso es uno solo,
inacabable.
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