Era un jueves por la noche como cualquier otro, o al menos eso pensaba. Ella estaba en el bar al que siempre iba a tomarse un Martini con dos aceitunas antes de terminar su día con una ducha caliente. Llevaba un vestido amarillo entallado y muy escotado, pero que por el tamaño de sus pechos no pareciera ser tan escotado. Era una mujer increíblemente bella, más de lo que ella creía, no había noche que no le invitaran una copa, aunque ella siempre se negaba. Notó algo diferente esa noche, su trago no apareció mágicamente frente a ella, ya que el barman que la atendía no estaba ahí ese día. Sentada en la barra levantó su mano para llamar la atención del mesero que estaba limpiando unas copas. Traía las mangas remangadas y se podía asomar su piel llena de tinta. Miró sus tatuajes con curiosidad hasta que alzó la vista a su cara cuando ya estaba frente a ella. Se quedó viéndolo unos segundos a los ojos, verdes e hipnotizantes, hasta que regresó en sí y pidió su Martini con dos aceitunas. No quería quedarse sin saber nada más del él, así que pidió otro, otro y otro Martini que, por los nervios, le pasaban como agua. Platicaron un poco, él le habló de sus tatuajes y del estudio en el que trabaja y ella solo escuchaba.
Después de varios tragos y de fantasear todo el camino de regreso con el nuevo misterioso mesero, llegó a su casa y comenzó a llenar su tina de agua caliente. Un poco mareada y excitada por su encuentro, se metió a la tina a medio llenar y, mientras seguía cayendo el agua, acercó su sexo al agua para estimular su clítoris con el golpeteo del chorro. El agua apenas y le cubría sus senos, sus pezones duros creaban pequeños círculos en el agua alrededor de ellos. Comenzó a gemir cuando se empezaba a sentir cerca el orgasmo. Pasó lo que para ella fue una eternidad hasta que se corrió.
Pasaron dos días y decidió ir al estudio donde su misterioso tatuado le dijo que trabajaba, aunque realmente no estaba segura de estar en el lugar correcto ya que el alcohol le borró algunos recuerdos de su memoria. Nerviosa pero decidida, entró al estudio y preguntó por él. Otra mujer, completamente tatuada y perforada, le señaló una puerta. Ahí estaba quien la tenía hipnotizada. Como esperaba encontrarlo, se vistió de manera provocativa: una falda negra que, con el más ligero viento podía dejar al descubierto su culo; una blusa blanca y unos tacones un tanto altos. Pero lo más importante era lo que había olvidado a propósito en la casa: sus bragas y el sostén.
Le empezó a platicar sobre que siempre quiso hacerse un tatuaje, pero nunca se había animado hasta que él le dijo que trabaja en un estudio. Durante la media hora que platicaron, ella llevaba sus manos a los botones de blusa para que él viera sus pezones a través de la tela. O cruzaba las piernas para que su falda se levantara unos centímetros más. Él notaba todo ese coqueteo que lo iba excitando lentamente. Cuando le preguntó en dónde le gustaría su tatuaje, ella se sentó en la silla y abrió sus piernas, rozó con las yemas de los dedos sus muslos y se mordió el labio. Prendido por lo que tenía enfrente, acercó su mano para tocarla mientras la veía a los ojos esperando su aprobación. Ella asintió con la cabeza y él le metió los dedos a su sexo ya empapado. La besó y comenzó a desabrocharle la blusa para poder morder esos pezones que lo pedían a gritos. La siguió embistiendo con los dedos hasta que ella puso su mano sobre su cabeza y la empujó hacia abajo. Le abrió todavía más las piernas y comenzó a chuparle el clítoris y a juguetear con él. Sentía las vibraciones de ella en su lengua mientras ella se mordía el labio para evitar gritar al llegar al orgasmo.
Levantó la vista hacia ella mientras se limpiaba la barba de sus jugos y pudo ver en sus ojos el fuego que ella traía dentro. Se paró de la silla y al salir por la puerta se volteó hacia él y le dijo: “Nos vemos en una semana para nuestra próxima sesión”.
¡Dale sentido a tus sentidos!
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