Nunca nos cansaremos de decirte que la imaginación es el más Kinky de los sentidos, y es que la imaginación es tan poderosa que muchas veces es lo único que necesitamos para despertar una sensualidad insospechada; no en vano se afirma que la mente es la zona erógena más importante. Por eso, queremos compartirte un cuento para que cumplas – al menos en tu mente – una de las fantasías sexuales más recurrentes. ¡Disfrútalo!
La profesora de arte
Sus cuerpos y sus actitudes revelaban claramente la diferencia de edades y, para Julio, eso era lo más excitante de todo; el suyo, un cuerpo delgado, inexperto y tembloroso junto al de ella: curvilíneo, experto y dispuesto a guiarlo centímetro a centímetro. No podía creerlo, la tenía enfrente, tal como había soñado tantas veces durante ese semestre: voluptuosa, más sensual que nunca, recostada en el sillón, cubierta sólo por un babydoll de encaje que acariciaba sus pezones encendidos, caía vaporoso sobre su vientre de seda y dejaba ver, levemente, un triángulo perfecto dibujado sobre su pubis.
Recordó de inmediato aquella primera vez que la vio entrar al salón: alta, piel blanca como la leche y cabello espeso. “Buenos días, muchachos, me llamo Ana”. Llevaba un vestido negro ligerísimo que se pegaba a sus curvas y dejaba adivinar una carne firme y mórbida a la vez. Los lentes cuadrados que enmarcaban su rostro completaban el estereotipo de la maestra y la volvían todavía más sexy; cuando Ana se volteó para poner el nombre de la materia en el pizarrón, vio que sus nalgas temblaban sutilmente como consecuencia del movimiento del brazo al escribir. Julio sintió una especie de cosquilleo que partía de su vientre y subía hasta la cabeza; tuvo una erección que tardó quince minutos en desaparecer.
Y ahora la tenía ahí, a dos metros de distancia, perfecta en su imperfección, como el arte, como todas esas obras fantásticas que había conocido gracias a ella. “Acércate Julio, no te quedes ahí parado”, le dijo mientras se sentaba y abría las piernas ligeramente, apenas lo justo para poner sus manos en medio, como tapando aquello que él tendría que descubrir. Julio caminó hacia ella y, al llegar al sillón, quiso bajar su rostro para besarla, pero ella lo detuvo. “No, espera, primero mira”. Entonces Ana comenzó a tocarse con fingida inocencia, recorrió su propio cuello, bajó hacia sus senos y se detuvo un momento en sus pezones, que se pusieron aún más duros. (Los pezones de Ana no tenían nada que ver con los de las chicas de su edad, los de Ana eran más grandes, ligeramente más oscuros y sobresalientes, pedían a gritos ser lamidos y Julio moría por morderlos sólo un poco). Continuó deslizando sus manos por su cintura, bajando por la cadera, resbalando por la parte externa de sus muslos y subiendo lentamente por el interior. (Julio podía sentir el calor que emanaba ese cuerpo enardecido, que lo hacía delirar y lo incitaba a transgredir las reglas sin miedo a las consecuencias). Las manos llegaron al pubis y, mientras una empezó a dibujar pequeños círculos, la otra subió nuevamente hacia el seno izquierdo, por momentos su espalda se arqueaba ligeramente. Durante todo ese tiempo, ella no dejó de mirarlo, sus ojos pícaros se clavaron en los suyos, lo invitaban sin palabras a tocarse también antes de tocarla a ella. Julio lo hizo, tomó su pene y comenzó a masturbarse ante la imagen de esa obra de arte; nunca, ni siquiera las pocas veces que había tenido sexo con alguna compañera, nunca se había sentido tan excitado. Continuó, siguió, no paró, y cuando sintió que no podía más cerró los ojos.
Su cabeza estalló, todo se llenó de una intensa luz blanca. Abrió los ojos. La voz de Ana resonó en sus oídos: “Julio, Julio, ¿estás bien? Te toca pasar al pizarrón”.
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