Desde niño te enseñaron a ‘cazar’. Y no me refiero a sofocar mujeres y casi obligarlas a estar contigo. Pero parte de hacer masculinidad – y de adquirir los roles que te enseñaron que te correspondían – está en ser hábil para convencer al sexo femenino de ‘caer en tus redes’; y en algunos casos esas creencias se volvieron limitaciones y agresiones hacia la construcción de tu autoestima. Porque claro, si no caías en el estereotipo del macho alfa que las conquista a todas, se te veía por debajo.
Entonces, en esa misma idea limitada y pusilánime, adheriste a tu mente que una mujer que ‘caza’, busca o expresa con todas sus letras lo que quiere de ti es sinónimo de peligro: fácil, buscona, rogona, pronta, zorra. Cuando ella no hace más que comportarse como uno más de tu clan. ¿Por qué entonces valdría menos que uno de ellos o merecería crítica social? Hay una enorme diferencia entre disfrutar de ser tú el que conquista y sentir temor (disfrazado de rechazo) por una mujer que se atreve a tomar el control o ese rol. Eso no te quita ni hombría ni es signo de que ella hace lo mismo con todos.
Justo esa es otra de las raíces de ese miedo o vulnerabilidad. Otro de los patrones limitantes que se han heredado entre congéneres es que ella valdrá tanto como sea exclusiva –casi a lo largo de toda una vida- de un mismo tipo. Sí, la territorialidad les llama. Entonces, cualquier comportamiento que pudiera abrir la posibilidad de que ella haya “pertenecido” o “pudiera pertenecer” a otros (muchos), representa un riesgo y motivo de exilio para ella o causa de ser tomada por algo pasajero. Y no lo neguemos, esas ideas prevalecen.
Y ahí viene ella a invitarte a salir, a proponerte tener sexo o ya entrados en años de noviazgo, a pedirte que te cases con ella. ¿Qué opinión te merece?
Ella, al igual que cualquier hombre, tiene el derecho a manifestar su deseo de encuentro o de casarse, no tiene que esperar a ser descubierta, buscada o a recibir propuestas porque así lo decidió un sistema que desde hace años ya no funciona; o que ni siquiera existe ya. Ese tipo de dinámicas se crearon cuando las mujeres eran parte de la propiedad privada de sus padres y después de sus esposos.
Si tanto hemos cacareado que nos percibimos en equidad y en igualdad de capacidades, ¿por qué no rediseñar nuestras percepciones respecto a las conductas humanas sin juicios y sin invalidación?
La verdadera evolución masculina no está en propagar las viejas limitaciones sino en saber detectar el valor de las personas (no sólo de las mujeres) con base en la experiencia propia, en la apertura a experimentar, no en repetir ideas sólo porque las han escuchado mil veces. Esa es la construcción de una nueva y real masculinidad, donde el saberse y permitirse vulnerarse y explorar su energía femenina les enriquece y amplía su espectro de decisiones, de visión del mundo.
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